El conflicto universitario, que se arrastra desde la asunción de Javier Milei con el congelamiento del presupuesto de las casas de estudio, sigue generando un impacto profundo en la vida académica. Aunque en los últimos meses el Gobierno otorgó aumentos salariales a los docentes, estos fueron considerados “irrisorios” por los gremios, que continúan con medidas de fuerza de hasta dos paros semanales.

El reclamo docente tiene sustento y es acompañado por buena parte de la comunidad educativa. Sin embargo, los paros reiterados y, sobre todo, la suspensión de mesas de examen con apenas horas de antelación, se convirtieron en un verdadero calvario para los estudiantes.
El problema de las mesas suspendidas
Cada turno de exámenes finales es para los estudiantes un objetivo que requiere semanas —incluso meses— de preparación. Sin embargo, cuando el paro irrumpe sobre la fecha prevista, las mesas se suspenden y se reprograman para dentro de 30 o 40 días. Esa espera forzada desordena la planificación académica: los alumnos deben retomar el estudio desde cero, interrumpen la posibilidad de comenzar a preparar otra materia y ven atrasado todo su calendario de cursadas y finales.
“Es una verdadera locura que se avise con tan poca anticipación. Uno dedica semanas a una materia, deja de lado otras cosas, y cuando llega el día del examen te enterás que se pasa para dentro de un mes. Todo ese esfuerzo queda en pausa”, comentó a La Plata Noticias una estudiante de Medicina de la UNLP.
Lo que se percibe entre los estudiantes es una mezcla de angustia, frustración y tristeza. Muchos describen la sensación de haber perdido semanas de esfuerzo en vano y hasta reconocen que sienten ganas de “dejar todo”. La incertidumbre de no saber si podrán rendir, la ansiedad de volver a preparar una materia de cero y la imposibilidad de organizarse está generando un impacto psicológico profundo en la juventud universitaria, que se traduce en estrés, agotamiento y desmotivación.
Una universidad paralizada
En los hechos, las medidas de fuerza implican que los alumnos tengan, en promedio, dos días sin clases ni exámenes cada semana, lo que vuelve imposible mantener un ritmo normal de estudio. A largo plazo, se traduce en carreras extendidas y frustración para quienes ven cómo el esfuerzo se posterga indefinidamente.
Mientras tanto, el Gobierno mantiene el discurso de la austeridad y defiende los recortes, lo que augura un conflicto de difícil resolución. En el medio, miles de estudiantes que reconocen la legitimidad del reclamo docente, pero que piden que no se pierda de vista algo fundamental: el derecho a estudiar también debe ser respetado.
El problema tampoco se limita al ámbito universitario
Los paros repercuten también en los colegios preuniversitarios que dependen de las casas de estudio —como jardines de infantes, primarias y secundarias—, etapas fundamentales en la vida de cualquier estudiante. Allí, niños y adolescentes atraviesan interrupciones en momentos clave de su formación, lo que amenaza con dejar marcas profundas en su aprendizaje y en el desarrollo de sus futuros proyectos educativos.
El dilema abierto
El caso abre un debate urgente sobre cómo compatibilizar las medidas de protesta con la continuidad del calendario académico. Los jóvenes acompañan la lucha universitaria, pero advierten que la modalidad actual los coloca como las principales víctimas de un conflicto que parece no tener fin.
“Estamos de acuerdo con el reclamo, pero esto ya es una locura. No se puede seguir así”, resumen los estudiantes.
